/ martes 29 de agosto de 2017

El espeluznante asesinato de la familia Narezo

  • Hasta las sirvientas fueron ultimadas; uno de loscómplices nunca fue detenido

JULIO DOMÍNGUEZ BALBOA

Ricardo Narezo Benavides era un hombre al que legustaba vivir bien. Tenía muy buen gusto y había hecho de suafición, restaurar automóviles clásicos, su principal fuente deingresos. Vivía en una colonia de Tlalpan, en la Ciudad deMéxico, en una casa de estilo colonial mexicano. Tenía 52 añosde edad y Diana Loyola de Narezo, su esposa, 46 años. Ella eraguapa, elegante y trabajaba como maestra de inglés en una escuelaprivada cercana a su casa. El matrimonio tenía tres estupendoshijos: Ricardo, de 20 años, Andrea de 13 y Diana de 10. El mayorestudiaba en la Universidad Iberoamericana y las niñas en elcolegio Oxford. Los ingresos económicos de los Narezo lespermitían tener dos sirvientas: Margarita, de 25 años, y Cecilia,de 17; una para la cocina y la otra para la limpieza.

Eran las 19:00 horas cuando Orlando Magaña, un amigode Ricardito y vecino de la misma calle, en compañía de undesconocido Jorge Esteva (o Esteban) tocó en la puerta de laresidencia. Una de las sirvientas reconoció a Orlando, abrió lapuerta y ambos entraron. Sorprendieron a la dueña de la casa y sinescuchar sus reclamos la amarraron al igual que a su hija Diana y alas dos empleadas.

Esa tarde, el señor Narezo, su hijo Ricardo y JuanPablo Quintana, amigo de éste, salieron del autódromo HermanosRodríguez después de haber presenciado una carrera. El padreinvitó a comer a su hijo y a Juan Pablo en la Fonda 99.99 de lacalle Moras, en la colonia Del Valle. Ahí, se despidieron: donRicardo fue a su taller a entregar un carro, y los muchachos seenfilaron a casa de los Narezo en un Volkswagen Jetta.

Al entrar a su casa, Ricardo se sorprendió yreclamó a Magaña: "¿qué haces aquí Orlando?, ¿por qué tienesamarradas a mi mamá y a mi hermana?" El vecino, que por cierto erahijo de un judicial, contestó: "No la hagan de pedo cabrón ymuévete que también te voy amarrar a ti y a Juan Pablo". Las doscriadas, aterradas, se hallaban en el piso recostadas de ladoamarradas de pies y manos.

Orlando pidió los papeles del Jetta, pero Ricarditono se los dio. El vecino y su cómplice decidieron entonces esperara que regresara don Ricardo. Media hora después, el padre defamilia entró a su vivienda y de inmediato fue amagado; suscaptores arrancaron unos cortineros para amarrarlo. La televisiónestaba a todo volumen. Orlando insistió en que si le entregabanlos papeles del Jetta y dinero, él se iba. Los papeles fueronarrojados sobre la cama y Orlando obligó a don Ricardo a quefirmara la factura.

Pero las cosas se complicaron cuando Orlandopreguntó por Andrea, la hija menor. “No está, fue a una fiestacon una amiga”, contestó doña Diana. Esa respuesta enloquecióa Orlando y entonces desató a Ricardo hijo para tomar trestarjetas de crédito y emprender el camino en busca de la niña.“No hagas nada cabrón porque si no, tu familia se muere”, dijoOrlando a su amigo.

Al regresar con Andrea, Orlando los ató ella y aRicardo hijo. “¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué hacemos? nosconocen ¿qué hacemos?” El perro labrador de la familia nodejaba de ladrar. Orlando iba de un lado a otro pensando quéhacer. Las niñas gritaban, “¿nosotros qué les hicimos?, yalárguense”.

Orlando Magaña, de 1.78 metros de estatura, subió adon Ricardo primero y a los pocos minutos bajó desesperado. En sudeclaración comentó que el señor se estaba poniendo loco. Subiónuevamente y en la habitación encontró un bate de beisbol, seescuchó una discusión y de pronto el joven le dio un golpecertero al señor, uno más, otro, otro, hasta que terminó con suvida. Luego bajó por la señora Diana, luego Ricardo, siguieronlas niñas y terminó con las dos muchachas de servicio. Entre losdos maleantes degollaron a la dama, a sus hijos y a sus empleadasdomésticas.

Manchado de sangre, Orlando bajó por su últimavíctima: Juan Pablo Quintana. Su cómplice gritó, “¡no, ya ala chingada!” y con un cojín en la mano izquierda Orlando tapóel rostro a su víctima y con el arma en la mano derecha ledisparó, creyendo que lo había matado. El robo terminó: sietepersonas sin vida y un herido, el saldo.

Al parecer Orlando se deshizo también de sucómplice, de quien no volvió a saberse nada, y tras ser rastreadopor la policía por los rastros dejados por el Jetta y el celularde la señora Diana, su padre finalmente lo denunció a lapolicía, la que no tardó en aprehenderlo. Juan Pablo Quintana, elsobreviviente, lo reconoció sin lugar a dudas. El juez 61 penaldel Reclusorio Oriente, Rogelio Antolín Magos Morales determinósu plena responsabilidad en el delito de homicidio calificado y losentenció a 384 años y cuatro meses de prisión. Sin embargo, porley solo puede cumplir 50 años de prisión como pena máxima.Aunque el criminal finge ser esquizofrénico, nadie le cree. Losmotivos reales de la cruel masacre no están del todo aclarados,aunque se manejan diversas hipótesis.

  • Hasta las sirvientas fueron ultimadas; uno de loscómplices nunca fue detenido

JULIO DOMÍNGUEZ BALBOA

Ricardo Narezo Benavides era un hombre al que legustaba vivir bien. Tenía muy buen gusto y había hecho de suafición, restaurar automóviles clásicos, su principal fuente deingresos. Vivía en una colonia de Tlalpan, en la Ciudad deMéxico, en una casa de estilo colonial mexicano. Tenía 52 añosde edad y Diana Loyola de Narezo, su esposa, 46 años. Ella eraguapa, elegante y trabajaba como maestra de inglés en una escuelaprivada cercana a su casa. El matrimonio tenía tres estupendoshijos: Ricardo, de 20 años, Andrea de 13 y Diana de 10. El mayorestudiaba en la Universidad Iberoamericana y las niñas en elcolegio Oxford. Los ingresos económicos de los Narezo lespermitían tener dos sirvientas: Margarita, de 25 años, y Cecilia,de 17; una para la cocina y la otra para la limpieza.

Eran las 19:00 horas cuando Orlando Magaña, un amigode Ricardito y vecino de la misma calle, en compañía de undesconocido Jorge Esteva (o Esteban) tocó en la puerta de laresidencia. Una de las sirvientas reconoció a Orlando, abrió lapuerta y ambos entraron. Sorprendieron a la dueña de la casa y sinescuchar sus reclamos la amarraron al igual que a su hija Diana y alas dos empleadas.

Esa tarde, el señor Narezo, su hijo Ricardo y JuanPablo Quintana, amigo de éste, salieron del autódromo HermanosRodríguez después de haber presenciado una carrera. El padreinvitó a comer a su hijo y a Juan Pablo en la Fonda 99.99 de lacalle Moras, en la colonia Del Valle. Ahí, se despidieron: donRicardo fue a su taller a entregar un carro, y los muchachos seenfilaron a casa de los Narezo en un Volkswagen Jetta.

Al entrar a su casa, Ricardo se sorprendió yreclamó a Magaña: "¿qué haces aquí Orlando?, ¿por qué tienesamarradas a mi mamá y a mi hermana?" El vecino, que por cierto erahijo de un judicial, contestó: "No la hagan de pedo cabrón ymuévete que también te voy amarrar a ti y a Juan Pablo". Las doscriadas, aterradas, se hallaban en el piso recostadas de ladoamarradas de pies y manos.

Orlando pidió los papeles del Jetta, pero Ricarditono se los dio. El vecino y su cómplice decidieron entonces esperara que regresara don Ricardo. Media hora después, el padre defamilia entró a su vivienda y de inmediato fue amagado; suscaptores arrancaron unos cortineros para amarrarlo. La televisiónestaba a todo volumen. Orlando insistió en que si le entregabanlos papeles del Jetta y dinero, él se iba. Los papeles fueronarrojados sobre la cama y Orlando obligó a don Ricardo a quefirmara la factura.

Pero las cosas se complicaron cuando Orlandopreguntó por Andrea, la hija menor. “No está, fue a una fiestacon una amiga”, contestó doña Diana. Esa respuesta enloquecióa Orlando y entonces desató a Ricardo hijo para tomar trestarjetas de crédito y emprender el camino en busca de la niña.“No hagas nada cabrón porque si no, tu familia se muere”, dijoOrlando a su amigo.

Al regresar con Andrea, Orlando los ató ella y aRicardo hijo. “¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué hacemos? nosconocen ¿qué hacemos?” El perro labrador de la familia nodejaba de ladrar. Orlando iba de un lado a otro pensando quéhacer. Las niñas gritaban, “¿nosotros qué les hicimos?, yalárguense”.

Orlando Magaña, de 1.78 metros de estatura, subió adon Ricardo primero y a los pocos minutos bajó desesperado. En sudeclaración comentó que el señor se estaba poniendo loco. Subiónuevamente y en la habitación encontró un bate de beisbol, seescuchó una discusión y de pronto el joven le dio un golpecertero al señor, uno más, otro, otro, hasta que terminó con suvida. Luego bajó por la señora Diana, luego Ricardo, siguieronlas niñas y terminó con las dos muchachas de servicio. Entre losdos maleantes degollaron a la dama, a sus hijos y a sus empleadasdomésticas.

Manchado de sangre, Orlando bajó por su últimavíctima: Juan Pablo Quintana. Su cómplice gritó, “¡no, ya ala chingada!” y con un cojín en la mano izquierda Orlando tapóel rostro a su víctima y con el arma en la mano derecha ledisparó, creyendo que lo había matado. El robo terminó: sietepersonas sin vida y un herido, el saldo.

Al parecer Orlando se deshizo también de sucómplice, de quien no volvió a saberse nada, y tras ser rastreadopor la policía por los rastros dejados por el Jetta y el celularde la señora Diana, su padre finalmente lo denunció a lapolicía, la que no tardó en aprehenderlo. Juan Pablo Quintana, elsobreviviente, lo reconoció sin lugar a dudas. El juez 61 penaldel Reclusorio Oriente, Rogelio Antolín Magos Morales determinósu plena responsabilidad en el delito de homicidio calificado y losentenció a 384 años y cuatro meses de prisión. Sin embargo, porley solo puede cumplir 50 años de prisión como pena máxima.Aunque el criminal finge ser esquizofrénico, nadie le cree. Losmotivos reales de la cruel masacre no están del todo aclarados,aunque se manejan diversas hipótesis.

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