Destaquemos una idea que se nos quedó en el tintero en la Piedra de toque anterior. Cervantes no crea un lector único, sino a los lectores que desea que lean su obra: Habla el amigo, su consejero: “Procurad también que leyendo vuestra historia, el melancólico se muera de risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.” Ha nacido no un lector, sino los lectores del Quijote. El melancólico al decir de Garcilaso vive un “dolorido sentir”, es aquel que percibe la incapacidad de aceptar la privación del objeto del deseo; sabemos que Cervantes vivió la lúcida melancolía del desengaño. También que Freud leyó y aprendió mucho de Cervantes. Sólo aquel que comprende el sentido del fracaso, como Cervantes, se aleja de la amargura; el risueño, ese complacido se incitará con los descalabros de don Quijote; el simple podrá acceder a la fiesta de los días, más allá de su evidente sosiego, sin enfadarse; el discreto, ese cauteloso lector que duda y piensa más de dos veces; el grave, aquel comprometido con la lectura atenta, no la desprecie; el prudente ese que accede a ella con benevolencia sosegada, siempre reflexivo. Allí se encuentran los lectores que han nacido para la modernidad. Y los demás posibles.
Veamos la poética en La Galatea. La poesía es necesario entenderla más allá que como tiempo y trabajo perdido, sostiene el escritor en el prólogo a su primera novela, tal y como ciertos aristócratas la entendieron, idea que el poeta Cervantes pone en cuestión en un acto de pura defensa de la poesía como lo hiciera Petrarca en su momento. Y otros tantos tontos hoy. El poeta de La Galatea declara su insobornable “inclinación que a la poesía siempre he tenido y la edad, que, habiendo apenas salido de los límites de la juventud, parece que da licencia a semejantes ocupaciones.” Esta línea es definitiva para comprender la dedicación de Cervantes a la poesía, pues, afirma que el poeta nace y se hace, recordando a los clásicos. Siempre fue un poeta: la escribe en verso y prosa, la piensa y la defiende a saciedad.
No se queda en la declaración de un aficionado. Afirma con plena conciencia lo que implica la dedicación a ella: “los estudios desta facultad (en el pasado tiempo, con razón, tan estimada) traen consigo más que medianos provechos, como son enriquecer el poeta, considerando su propia lengua, y enseñorearse del artificio de la elocuencia que en ella cabe, para empresas más altas y de mayor importancia, y abrir camino para que, a su imitación, los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tienen campo abierto, fértil y espacioso, por el cual, con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia, pueden correr con libertad, descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sotiles…” Supongo que la idea clave es “abrir camino” partiendo de las herencias literarias, lo que demanda percibir a profundidad que existe un “campo abierto, fértil y espacioso” de su propia lengua, por medio de la cual con suma atención puede transitar con “facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia”, transito que podrá asumir con “libertad, descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sotiles…” Ese es el centro de la poética de La Galatea, además de darles voz filosófica a los pastores que dialogan. Prosa y poesía campean a sus anchas en la primera novena de Cervantes, en la cual, entre otros asuntos, asume la filosofía neoplatónica, en distintos pasajes, casi textuales de Diálogos de amor de León Ebreo, (ese “que nos hincha las medias”, dixe Cervantes) lo han destacado varios lectores de La Galatea.
La primera parte inicia con unos versos, en octavas rimadas:
Mientras que al triste, lamentable acento / del mal acorde son del canto mío, / en eco amarga de cansado aliento, / responde el monte, el prado, el llano, el río, / demos al sordo y presuroso viento / las quejas que del pecho ardiente y frío / salen a mi pesar, pidiendo en vano / ayuda al río, al monte, al prado, al llano.
Los libros de pastores, en la época del primer Cervantes novelista, fueron cimentados a partir de modelos clásicos e italianos que llegan a su culminación con la Arcadia de Sannazaro (1502), obtuvieron aceptación en el medio gracias a la presencia de la tradición arquetípica grecolatina, fundada en la figura del pastor, en la que converge todo un procedimiento de evocaciones culturales que dialogan e interceptan con sus voces. Al lado de poesías de tono bucólico en metro tradicional, cancioneril e italianizante, églogas de estilo garcilasiano o afines con la tradición dramática se entremezclan, para encubrir sus orígenes recientes, la prosa narrativa, la ficción autobiográfica, las cartas y los diálogos de tendencia neoplatónica. Por estas sendas transita Miguel de Cervantes a la edad de 39 años.
La Diana de Jorge de Montemayor, antecedente de La Galatea (1585), combinaba desenvueltamente la prosa y el verso en una estructura narrativa cuyo desarrollo argumental se limita al tratamiento del tema amoroso, árbol esencial del bucolismo propia a su vez de la materia de otras formas anteriores como la novela sentimental o la bizantina.
El fragmento del poema pastoril, los primeros octavos citados, desde ese momento literario, establece la relación con la naturaleza, pues ella responde a su pecho “ardiente y frío” (dualidad barroca), desde donde nacen las quejas “a mi pesar.” Es la poesía la que toma la palabra en los labios del pastor. El desarrollo de los diálogos es importante en tanto no somete el lector a una u otra visón del tema amoroso. Lo deja en libertad. Aporte decisivo desde La Galatea.
En el Prólogo a la Primera parte del Quijote escribe:
“Sólo tiene que aprovecharse de la imitación (tema aristotélico esencial) en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos”. La ruptura se ha dado. Lo que importa al escritor es, además de saldar cuentas con las novelas de caballerías, es dejar en claro su propuesta literaria y estética al plantear que se trata de procurar su discurso con palabras significantes, plenas de sentido, honestas, de plena conciencia y colocadas en el lugar preciso y, precisa, que lo escrito sea sonoro y festivo, es decir, reitera una idea poética esencial: la armonía, sin olvidar la gracia; se aleja de los ditirambos, de las oscuridades, más si con conceptos agudos, graves y sutiles. He aquí el poeta pensando sobre la escritura en prosa.