En los tiempos recientes he tenido oportunidad de ir leyendo detenidamente a Jorge Edwards, con su obra de memorias más reciente, Esclavos de la Consigna.
Al escritor y diplomático chileno lo he seguido atentamente desde mis antiguas lecturas en Vuelta, la extraordinaria revista que publicó Octavio Paz y que, como dijera una compañera puertorriqueña en mis tiempos de estudiante universitario de Letras, debíamos venerar como un orgullo nacional de la literatura. A la publicación, claro, porque en aquel entonces –como dijera Pablo Soler, otro compañero nuestro de auqel entonces en las aulas y pasillos universitarios, la poesía descansaba en paz. Y lo sabíamos perfectamente.
Como decía, a Edwards continué leyéndolo en sus artículos semanales en El País, el célebre diario español, hasta el momento en que finalmente desembocó sus anchurosos ríos de tinta en el diario también peninsular, el ABC, donde ha publicado en las décadas recientes.
Excelente novelista él mismo, magnífico cronista, a Jorge Edwards debe reconocérsele su primoroso tejido de punto para hilvanar anécdotas en torno a los grandes escritores que le tocó tratar. Principiando por el enorme poeta chileno, compatriota suyo y maestro en los ámbitos diplomáticos, Pablo Neruda.
Cuenta de suyo una simpática anécdota en la que a fines de la década de los veintes, en que acompañó a Pablo Neruda a visitar a Louis Aragon, quien los había invitado a cenar en su departamento de la rue Varenne, y luego de tocar a la puerta, el poeta del Canto General exclamó sarcásticamente:
“Estamos fritos, vamos atener que ser inteligentes toda la noche”. El poeta de los bosques chilenos poblados de copihues y pinos, de las sencillos objetos de la naturaleza, pero gigante en su canto melodioso de poeta primigenio, tenía que confrontar aquella noche al poeta Louise Aragón, la gran figura intelectual del comunismo francés. Como escribió Edwards de él en este su Esclavos de la Consigna, que reseño, Aragon era el “paradigma del poeta lleno de inquietudes filosóficas, al tanto de todas las últimas teorías literarias y políticas”.
De ese tipo de gemas está plagado el texto de Edwards a lo largo de este segundo tomo de sus memorias y nos permite además de conocer más a profundidad a Neruda –cuyas primeras apetencias sobre su vida y obra se presentaron en nuestras tempranas lecturas de su Confieso que he vivido, ese otro gran libro de memorias-, ir calibrando la contextura espiritual y estética de los mayores exponentes de la literatura en portugués gracias a su cercanía con Rubem Braga, Vinicius de Moraes, Machado de Assís, entre otros, que Edwards nos coloca en un plano de vivencias cotidianas durante sus largos periodos en el Brasil que ya había transitado un par de décadas atrás nuestro Alfonso Reyes, a quien también Edwards declara como el gran maestro de la prosa.
De otro escritor mexicano, pero también universal, de quien Edwards habla es de Carlos fuentes y de la ocasión en que lo conoció previo a la irrupción en el horizonte universal de la literatura de los escritores latinoamericanos que conocemos como el Boom. Una eclosión podría decirse, acompañando los comentarios del escritor chileno parafraseado.
Edwards señala que el género de las memorias es algo que no ha sido tan socorrido por los escritores hispanoparlantes en general, pero que en el caso de Chile, gracias a la influencia de la literatura inglesa, una raza más abierta a acomodar en textos sus particulares episodios vitales, cuenta con más avezados memorialistas entre los que se destacan evidentemente Neruda y el mismo Edwards.
La prolífica cantidad de vivencias narradas por Edwards, a lo largo de los distintos países por los que transitó, con múltiples destacados personajes a lo largo de su vida, lo cual resulta de una alucinante e inagotable abundancia, parecería ir en contrario de una de las frases con las que define su propia personalidad el autor y que parecería inverosímil al final de su octogenaria experiencia:
“Yo hago ahora mi autocrítica, con plena conciencia de que es demasiado tarde: no he tenido en mi vida la paciencia necesaria, y la constancia, la energía emocional, la fidelidad, que permiten mantener viejas relaciones, y pienso que esto ha sido uno de mis errores importantes. ¿una falla en la fidelidad esencial, una frivolidad inaceptable en las relaciones humanas? Quizá sí.”
Una reflexión que resulta a todas luces paradójica cuando hemos sabido y leído que Jorge Edwards se rodeó de la profunda amistad de decenas de amigos que estuvieron en torno suyo desde siempre, desde las floridas juventudes en Santiago y Valparaíso, hasta las invernales etapas recientes en que ha despedido a la mayoría de ellos. Pero conserva inquebrantable la devoción de sus innumerables lectores que a través de sus memorias hemos aprendido a quererlo como un viejo abuelo generoso y proverbial que nos comparte sus experiencias.
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