Conocía Jorge Alberto Naranjo en los dos últimos semestres de la carrera de Sociología en la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, Colombia. Ya era un lector calificado de las ciencias humanas, junto con Alejandro Alberto Restrepo, Antonio Restrepo, Luis Alfonso Palau, en la tierra paisa. Por el espacio nacional se escuchaba la palabra del maestro Danilo Cruz Vélez, sobre todo en la academia; Estanislao Zuleta, sin título, era un pensador autodidacta y conferenciante itinerante, pensador que no leía, y siempre citaba de memoria; se oían los ecos de Fernando González y de los gramáticos Caro y Cuervo. Por los espacios de la crítica literaria oteaba Jaime Mejía Duque. Por los años setenta llegaban por distintas vertientes las obras de los pensadores franceses, alemanes e ingleses. Los de mayor eco, entre nosotros, fueron los franceses: Deleuze, Foucault, Derrida, Althusser…y las lecturas críticas de Max, Nietzsche y Freud. Aquellos maestros nuestros esclarecidos, poseídos por una inteligencia analítica y crítica, acompañados en afortunados momentos, por la lucidez. Lectores también de historia y literatura, melómanos de primera. Más apolíneos que dionisíacos, aunque a veces, eran poseídos por los rituales de lo báquico. No faltaban las lecturas colectivas, los seminarios, las conferencias, congresos nacionales, algunas revistas circulaban. Las clases y presencia múltiple de todos ellos, fueron focos luminosos en mi formación.
Por el lado de la historia de Colombia leíamos a Indalecio Liévano Aguirre, Nieto Arteta, Gerardo Molina. Circulaba de Mario Arrubla “Estudios sobre el subdesarrollo colombiano”, y poco después la esclarecedora obra de Germán Colmenares y toda su generación, entre ellos el director de nuestra facultad de Sociología: Álvaro Tirado Mejía.
Jorge Alberto Naranjo era chaparrito, jovial, poseído por el buen humor, había estudiado física y matemáticas en la Universidad Nacional de Medellín, se había cultivado en la filosofía, era un lector decidido por la novela, la poesía y la crítica literaria. Fue hijo biológico de la oligarquía antioqueña, de pura cepa. Un día de marzo de 1973 caminábamos por la avenida Colombia rumbo al centro cuando un cadilac negro se detuvo a nuestro paso. Venía su padre, un hermano del mismo, nada más y nada menos que el obispo, tal vez de Barranquilla. Lo invitó a subir al automóvil para saludar y almorzar (comer) con el tío. Y dijo Jorge Alberto: puede ir mi amigo… pasen por favor, respondió. En una casa elegante nos encontramos acomodamos en la sala principal. El obispo se quitó la ropa religiosa y se quedó, obvio, con un pantalón y camisa negra. De inmediato empezó a indagarnos por nuestras recientes lecturas filosóficas. Respondíamos con timidez. El hombre, sin el poder de la investidura nos acotaba con el poder de la palabra. Nos habló de Deleuze y Foucault; se detuvo en cada uno en apartados que bordeaban la teología y los despachó con ademanes y palabras duras, como era su obligación. Jorge Alberto, con sutil inteligencia le respondió que eran temas muy polémicos que estaban en el tapete de la discusión en Europa y América. Lo perceptible fue la actualización de los jerarcas eclesiásticos en torno a los temas candentes de la filosofía. Ahora, que escribo, tengo en el escritorio un libro muy importante de Enrique Dussel, “Las metáforas teológicas de Marx”, el cual empieza así: “Marx escribió: “la crítica de la teología [se torna] en la crítica de la política”. Y agrega Dussel: “Con completa coherencia se puede ampliar también que la crítica de la teología se torna en la crítica de la filosofía, de la economía o de la historia”.
Regreso a la aula universitaria para anotar algunas cosas que recuerdo de Jorge Alberto Naranjo. Nos enseñó a leer el 18 Brumario de Luis Bonaparte de Carlos Marx, por ejemplo, entendiéndolo más allá de los planteamientos estrictamente políticos. Insistía en la lectura de una obra de esa calidad, debía empezarse por el lado de la forma, detectar el empleo de las metáforas e indagar en ese recurso, al cual recurrió en varias de sus obras el investigador y pensador alemán. Por ese camino indagaban Althusser y sus discípulos como Balibar, Ranciere, Macherey y Badiou. Jorge Alberto insistía en la necesaria diferenciación de los discursos: filosóficos, jurídicos, económicos políticos y literarios. Recuerdo ese discernimiento en la lectura de la “Introducción general a la crítica de la economía política” de C. Marx; al establecer las relaciones -deudas- y diferencias -críticas- con Hegel, entre otros; además el alcance del cambio de discurso en un mismo párrafo o al comienzo de otro. Sus comentarios eran precisos y esclarecedores. Más que encomios aplicaba el análisis y la crítica, siempre solvente. Gustaba de ir a la historia y a la literatura para profundizar en referencias del escritor; se deleitaba con citas de Homero, Dante, Milton, Blake, Cervantes Baudelaire, Balzac, Dickens… La primera y escasa relación que escuché y/o he leído entre Baudelaire y Marx fue de Jorge Alberto, obras de 1857, que ponen patas arriba la poesía y la historia en Europa.
Con claridad y brillantes ejemplos el maestro Naranjo Mesa establecía líneas de comunicación entre filosofía e historia y literatura en las obras de Marx, Nietzsche y Freud.
Salí de la facultad y pronto me fui para Pasto, capital del sureño departamento (estado) de Nariño y luego a Manizales, capital de mi departamento de Caldas. En los rápidos viajes a Medellín lo vi dos o tres veces. Apenas nos saludábamos. Apenas nos leíamos en suplementos literarios y revistas. (Continuará).