/ viernes 29 de septiembre de 2017

EN EL DESASTRE: CANTAR A LA VIDA

El 19 de septiembre de 1985 celebraba el cumpleañosde mi hija María Victoria en el restaurante Las Pichanchas de laciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Preparábamos una reunión encasa, mi primera residencia en la colonia 24 de junio en aquellaacogedora ciudad, con varios queridos amigos y amigas. De pronto elcimbronazo de un terremoto nos tiró a la calle central. Losdesastres sucedieron, especialmente en la costa. Pero lacatástrofe más notable ocurrió en la Ciudad de México. Sinpensarlo dos veces suspendí la reunión celebratoria de los 10añitos de mi hija.

La respuesta de un amplio sector de la sociedaddefeña fue naturalmente espontánea, asida a una solidaridad quedejó a todos admirados, sorprendidos por la fuerza de laexpresión que en el curso de las horas cobraba mayor entereza sinescatimar esfuerzos ni tiempo. Las crónicas que escribió ypublicó Carlos Monsiváis en la revista Proceso son elmás fiel testimonio de la fortaleza moral y capacidad de respuestade aquella sociedad mexicana sometida pero no vencida por eldesastre.

Los horrores también los conoció Chiapas. 32 añosdespués la naturaleza sacude sus entrañas y vuelve a martirizarciudades y pueblos. La cobertura sísmica es más amplia y abarca,ahora, a Oaxaca, Morelos, Estado de México, Puebla, la capital dela república y el propio Estado de Chiapas. Ha sido, en estaocasión, la naturaleza la encargada de despojar de sus humildeshabitaciones y precarias pertenencias a centenares de campesinos,aquí y allá, dejarlos en la intemperie a la mano de la caridadpública y de los gobiernos. En Chiapas se aúna a las perdidaspopulares, humanas y materiales, la de monumentos históricos,iglesias, escuelas, edificios y residencias urbanas. Lo mismo enlos otros estados, especialmente en la barroca ciudad dePuebla.

Bien lo ha escrito Barba Jacobs en su columna Elaniversario 32 en la Jornada del domingo 24 de septiembre:“En estos meses, frente a las desgracias naturales que se hansucedido en varias partes del mundo, como han sido los terremotos,huracanes, tormentas, inundaciones, deslaves y socavones, y que hancompartido la escena con el terrorismo, las guerras, las amenazasde guerra y las migraciones forzadas, por no hablar de otrasmiserias que, por cierto, tampoco son exclusivas ni de esta épocani en particular de este verano, por mi parte, y para nodeprimirme, lo que me he propuesto hacer no ha sido sino encontrarel lado amable de la realidad, tan escondido en la historia y sinembargo tan presente en la existencia.

“Quizá por extraña fortuna, parece que los sereshumanos tendemos a provocar o a percibir y actuar más ante eldrama y el horror, que a incitar o encontrar y señalar el ladoamable de la realidad. Introducimos o reportamos el drama, locomentamos, nos enfrentamos a él de toda manera a nuestro alcance.En cambio no solemos fundar y ni siquiera advertir el lado amable,o simplemente bello, de lo que sucede a nuestro alrededor, máscerca o más lejos. Tal vez, en medio del drama, tememos detenernosen él y participarlo como fuera, pues nos aterra dar la impresiónde ser unos alienados o unos desapegados de la sociedad”.

Estaba yo sentado en mi escritorio escribiendo micolumna Matar mujeres y ya casi terminaba cuando nosatrapa el temblor del 19 de septiembre reciente. Salí a la calle yme abrace con los porteros de la residencial que apenas lograbanbendecirse y orar. Una señora casi sin por poder hablar me dijocosas que no le entendí, pero la abrace y nos acompañamos. Porsuerte en la zona donde habito no hubo desastres. Me quedé doshoras en una silla frente a la puerta de la casa terminando deescribir. Luego, subí a la recámara y me entero por losnoticieros de la televisión de las dimensiones del desastre. Lasllamadas telefónicas de varias ciudades de distintos países nosfueron gratas. Mi hija María Victoria me habló desde Barcelona ycon su humor festivo recordó aquel año de 1985: “Padre, medijo, estamos a salvo otra vez, debemos celebrar la vida.” No lodudo, hija querida, le respondí, por el momento la congoja y laincertidumbre no me dejan hacer nada. Es cierto lo que dices, acada minuto debemos estar celebrando la vida, de lo contrariotambién estaríamos muertos.

A fin de cuentas es la naturaleza la que asume suslenguajes, en este caso, violentos. Nada tiene de sobrenatural,menos es un castigo o cosa parecida. En el pedazo de continente quehabitamos, lo sabemos de sobra, es tierra propicia a movimientostelúricos. No es el primer temblor ni el último. Aquí estánuestro destino. Por ello pensar que es necesario “incitar oencontrar y señalar el lado amable de la realidad” es unaverdadera, real e ineludible opción para que las ruinas se lastrague el tiempo y los que estamos en pie demos la lucha por lavida.

El 19 de septiembre de 1985 celebraba el cumpleañosde mi hija María Victoria en el restaurante Las Pichanchas de laciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Preparábamos una reunión encasa, mi primera residencia en la colonia 24 de junio en aquellaacogedora ciudad, con varios queridos amigos y amigas. De pronto elcimbronazo de un terremoto nos tiró a la calle central. Losdesastres sucedieron, especialmente en la costa. Pero lacatástrofe más notable ocurrió en la Ciudad de México. Sinpensarlo dos veces suspendí la reunión celebratoria de los 10añitos de mi hija.

La respuesta de un amplio sector de la sociedaddefeña fue naturalmente espontánea, asida a una solidaridad quedejó a todos admirados, sorprendidos por la fuerza de laexpresión que en el curso de las horas cobraba mayor entereza sinescatimar esfuerzos ni tiempo. Las crónicas que escribió ypublicó Carlos Monsiváis en la revista Proceso son elmás fiel testimonio de la fortaleza moral y capacidad de respuestade aquella sociedad mexicana sometida pero no vencida por eldesastre.

Los horrores también los conoció Chiapas. 32 añosdespués la naturaleza sacude sus entrañas y vuelve a martirizarciudades y pueblos. La cobertura sísmica es más amplia y abarca,ahora, a Oaxaca, Morelos, Estado de México, Puebla, la capital dela república y el propio Estado de Chiapas. Ha sido, en estaocasión, la naturaleza la encargada de despojar de sus humildeshabitaciones y precarias pertenencias a centenares de campesinos,aquí y allá, dejarlos en la intemperie a la mano de la caridadpública y de los gobiernos. En Chiapas se aúna a las perdidaspopulares, humanas y materiales, la de monumentos históricos,iglesias, escuelas, edificios y residencias urbanas. Lo mismo enlos otros estados, especialmente en la barroca ciudad dePuebla.

Bien lo ha escrito Barba Jacobs en su columna Elaniversario 32 en la Jornada del domingo 24 de septiembre:“En estos meses, frente a las desgracias naturales que se hansucedido en varias partes del mundo, como han sido los terremotos,huracanes, tormentas, inundaciones, deslaves y socavones, y que hancompartido la escena con el terrorismo, las guerras, las amenazasde guerra y las migraciones forzadas, por no hablar de otrasmiserias que, por cierto, tampoco son exclusivas ni de esta épocani en particular de este verano, por mi parte, y para nodeprimirme, lo que me he propuesto hacer no ha sido sino encontrarel lado amable de la realidad, tan escondido en la historia y sinembargo tan presente en la existencia.

“Quizá por extraña fortuna, parece que los sereshumanos tendemos a provocar o a percibir y actuar más ante eldrama y el horror, que a incitar o encontrar y señalar el ladoamable de la realidad. Introducimos o reportamos el drama, locomentamos, nos enfrentamos a él de toda manera a nuestro alcance.En cambio no solemos fundar y ni siquiera advertir el lado amable,o simplemente bello, de lo que sucede a nuestro alrededor, máscerca o más lejos. Tal vez, en medio del drama, tememos detenernosen él y participarlo como fuera, pues nos aterra dar la impresiónde ser unos alienados o unos desapegados de la sociedad”.

Estaba yo sentado en mi escritorio escribiendo micolumna Matar mujeres y ya casi terminaba cuando nosatrapa el temblor del 19 de septiembre reciente. Salí a la calle yme abrace con los porteros de la residencial que apenas lograbanbendecirse y orar. Una señora casi sin por poder hablar me dijocosas que no le entendí, pero la abrace y nos acompañamos. Porsuerte en la zona donde habito no hubo desastres. Me quedé doshoras en una silla frente a la puerta de la casa terminando deescribir. Luego, subí a la recámara y me entero por losnoticieros de la televisión de las dimensiones del desastre. Lasllamadas telefónicas de varias ciudades de distintos países nosfueron gratas. Mi hija María Victoria me habló desde Barcelona ycon su humor festivo recordó aquel año de 1985: “Padre, medijo, estamos a salvo otra vez, debemos celebrar la vida.” No lodudo, hija querida, le respondí, por el momento la congoja y laincertidumbre no me dejan hacer nada. Es cierto lo que dices, acada minuto debemos estar celebrando la vida, de lo contrariotambién estaríamos muertos.

A fin de cuentas es la naturaleza la que asume suslenguajes, en este caso, violentos. Nada tiene de sobrenatural,menos es un castigo o cosa parecida. En el pedazo de continente quehabitamos, lo sabemos de sobra, es tierra propicia a movimientostelúricos. No es el primer temblor ni el último. Aquí estánuestro destino. Por ello pensar que es necesario “incitar oencontrar y señalar el lado amable de la realidad” es unaverdadera, real e ineludible opción para que las ruinas se lastrague el tiempo y los que estamos en pie demos la lucha por lavida.

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