/ jueves 4 de abril de 2019

Carrasquilla, el  modernismo y el yo

PIEDRA DE TOQUE

Jorge Alberto Naranjo avala el rechazo a los poetas franceses, lo cual me parece nada prudente, acertado y menos necesario después de los sesudos análisis que conocemos pues nada tubo de moda el Modernismo, dado que se trató de algo propio en Europa y en nuestra América, nacido de las entrañas de una sociedad carcomida por muchos males sociales y políticos y, por ende, moral. El modernismo no fue una moda, fue un hallazgo literario. Transcribo la cita de Carrasquilla:

“Estas formas, manera o subdivisiones de escuela ( mandadas ya recoger algunas de ellas, acaso por los mismos que las inventaron) son matices de ese cerebro francés, tan dinámico y tan potente; son la exteorización de algunos temperamentos tormentosos y extraños, formados al fuego calenturiento de aquel medio tan vertiginoso e hirviente, así en lo físico como en lo moral. Más no son, seguramente, esos matices, la manifestación genuina de la Francia, la fórmula del alma nacional, ni en ésta ni en ninguna época. Y tanto no son, que allí mismo han sido puestos en la picota, por varios críticos eminentes, muchas de estos revolucionarios artísticos y en especial los llamados simbolistas y decadentes. Así es que, en el sentido literario, se les puede regatear el gentilicio. Escritores serios y competentes han sostenido que tales poetas son casos morbosos, por causas naturales y procuradas. Lombroso nada menos asegura que son “simuladores natos”; es decir gente que tiene la manía de fingir sentimientos y emociones, por darlas de raros, excéntricos, desalmados, democráticos y demás licores; cosa, por cierto, harto frecuente, no solo en literatos y artistas, sino también en cualquier autobiógrafo vulgarote que topo a auditorio. En estos particulares es el varón tasn fatuo como la hembra, sino más que ella”.

La siguiente cita me parece un tanto desafortunada:

“En estos centros babilónicos de Europa, a donde convergen el oro y los epicureistas de todas las naciones, existen clases enteras que, sin ser de santos ni de filósofos ni de proletarios, viven en una sencillez casi austera. Sabido es que el parisino de la clase media no el burgués acaudalado e influyente, es modelo de sencillez en sus hábitos y sus maneras de vivir”. Ampliaremos más adelante el asunto.


EN TORNO AL CULTO DEL YO

Afirma el novelista colombiano:

“Sabido es por lo demás que la vanagloria y el engreimiento son hachaques de toda celebridad; que, aunque sea genio, no deja de ser el rey de la creación el animal chiquito de toda la vida. Pues bueno: si a la vanidad natural de cada prójimo se le agrega la de la “gloria” que llama la gente, cátate que se les mete a los grandes hombres una cosa allá; emborrachadora y olímpica. ¿Quién no ha oído la jactancia impúdica de Lamartine, la ingenua de Rousseau, las grandiosidades del pálido René y el estoraque con que, a cada renglón, se sahumanaba Samper Agudelo? El abate, coles del pueblo, es moneda corriente entre los ínclitos de Israel, no más no menos que acontece a las señoras mujeres, cuando se juntan a ver cuál deslumbra más en sus perendengues, sus cosas, sus familias y sus prácticas devotas.



Prueba de esta debilidad humana son las memorias: cada cual es un panegírico en su género. Aún al mismo San Agustín, con ser santo y doctor de la iglesia, con haber escrito sus Confesiones por espíritu de penitencia, se le siente cierto tufillo a incienso en más de un pasaje de su interesante obra. Mucha bulla han cometido los intelectuales con las memorias de María… no se qué, ni recuerdo como se escribe. Esta sí que fue la criatura vana, supuesta e inventora de cosas. ¡Qué tal si se cría y saca libros! ¡Dónde no hubiéramos metido! Habrá que agradecerle, eso sí, la sinceridad de sus gentiles embustes, como a los citados antes de su envanecimiento. Este culto del yo, siempre encendiendo el corazón y en la mente de los artistas, cual lámpara mística de las iglesias, es harto funesto. En su afán de excederse así mismos, de explotar sus dotes especiales, de hacer vibrar sus cuerdas más sonoras, distinguidos y excepcionales, de afinar la parada, adulteran su manera de sentir, falsean sus facultades emocionales y destruyen, por sus pasos contados, el propio temperamento que les hizo artistas cual les acontece, con las vísceras a los bebedores y glotones”.

En este punto acierta con mucha claridad el novelista, pues es parte de la condición humana, que muy bien conocía. Adulterar la manera de sentir es muy propio de ese engrandecimiento del yo para que escudados en creencias religiosas hacerse pasar por grandes y nobles señores. De esas argucias están repletos los infiernos. Precisamente varios de los detractores de los mal llamados decadentes se aferran a creencias más que a entender el momento social y cultural, ético y estético que asumieron en su radicalidad los poetas denostados. Puede ser un tanto neurótica (como dice Deleuze) la reacción pues lo es en verdad, dado que en una sociedad descompuesta, uno de los primeros elementos humanos que se trastornan es lo psicológico. Y, precisamente esos trastornos, esas perturbaciones son las que propician ciertas obras decisivas. Nadie escapa, menos un artista, a las sacudidas de la sociedad, de una sociedad como la capitalista y burguesa que sabe atropellar lo humano como nunca antes. Nuestro escritor acierta en lo general. Pero es necesario ir más al fondo de lo que él mismo entiende. Veremos.

Jorge Alberto Naranjo avala el rechazo a los poetas franceses, lo cual me parece nada prudente, acertado y menos necesario después de los sesudos análisis que conocemos pues nada tubo de moda el Modernismo, dado que se trató de algo propio en Europa y en nuestra América, nacido de las entrañas de una sociedad carcomida por muchos males sociales y políticos y, por ende, moral. El modernismo no fue una moda, fue un hallazgo literario. Transcribo la cita de Carrasquilla:

“Estas formas, manera o subdivisiones de escuela ( mandadas ya recoger algunas de ellas, acaso por los mismos que las inventaron) son matices de ese cerebro francés, tan dinámico y tan potente; son la exteorización de algunos temperamentos tormentosos y extraños, formados al fuego calenturiento de aquel medio tan vertiginoso e hirviente, así en lo físico como en lo moral. Más no son, seguramente, esos matices, la manifestación genuina de la Francia, la fórmula del alma nacional, ni en ésta ni en ninguna época. Y tanto no son, que allí mismo han sido puestos en la picota, por varios críticos eminentes, muchas de estos revolucionarios artísticos y en especial los llamados simbolistas y decadentes. Así es que, en el sentido literario, se les puede regatear el gentilicio. Escritores serios y competentes han sostenido que tales poetas son casos morbosos, por causas naturales y procuradas. Lombroso nada menos asegura que son “simuladores natos”; es decir gente que tiene la manía de fingir sentimientos y emociones, por darlas de raros, excéntricos, desalmados, democráticos y demás licores; cosa, por cierto, harto frecuente, no solo en literatos y artistas, sino también en cualquier autobiógrafo vulgarote que topo a auditorio. En estos particulares es el varón tasn fatuo como la hembra, sino más que ella”.

La siguiente cita me parece un tanto desafortunada:

“En estos centros babilónicos de Europa, a donde convergen el oro y los epicureistas de todas las naciones, existen clases enteras que, sin ser de santos ni de filósofos ni de proletarios, viven en una sencillez casi austera. Sabido es que el parisino de la clase media no el burgués acaudalado e influyente, es modelo de sencillez en sus hábitos y sus maneras de vivir”. Ampliaremos más adelante el asunto.


EN TORNO AL CULTO DEL YO

Afirma el novelista colombiano:

“Sabido es por lo demás que la vanagloria y el engreimiento son hachaques de toda celebridad; que, aunque sea genio, no deja de ser el rey de la creación el animal chiquito de toda la vida. Pues bueno: si a la vanidad natural de cada prójimo se le agrega la de la “gloria” que llama la gente, cátate que se les mete a los grandes hombres una cosa allá; emborrachadora y olímpica. ¿Quién no ha oído la jactancia impúdica de Lamartine, la ingenua de Rousseau, las grandiosidades del pálido René y el estoraque con que, a cada renglón, se sahumanaba Samper Agudelo? El abate, coles del pueblo, es moneda corriente entre los ínclitos de Israel, no más no menos que acontece a las señoras mujeres, cuando se juntan a ver cuál deslumbra más en sus perendengues, sus cosas, sus familias y sus prácticas devotas.



Prueba de esta debilidad humana son las memorias: cada cual es un panegírico en su género. Aún al mismo San Agustín, con ser santo y doctor de la iglesia, con haber escrito sus Confesiones por espíritu de penitencia, se le siente cierto tufillo a incienso en más de un pasaje de su interesante obra. Mucha bulla han cometido los intelectuales con las memorias de María… no se qué, ni recuerdo como se escribe. Esta sí que fue la criatura vana, supuesta e inventora de cosas. ¡Qué tal si se cría y saca libros! ¡Dónde no hubiéramos metido! Habrá que agradecerle, eso sí, la sinceridad de sus gentiles embustes, como a los citados antes de su envanecimiento. Este culto del yo, siempre encendiendo el corazón y en la mente de los artistas, cual lámpara mística de las iglesias, es harto funesto. En su afán de excederse así mismos, de explotar sus dotes especiales, de hacer vibrar sus cuerdas más sonoras, distinguidos y excepcionales, de afinar la parada, adulteran su manera de sentir, falsean sus facultades emocionales y destruyen, por sus pasos contados, el propio temperamento que les hizo artistas cual les acontece, con las vísceras a los bebedores y glotones”.

En este punto acierta con mucha claridad el novelista, pues es parte de la condición humana, que muy bien conocía. Adulterar la manera de sentir es muy propio de ese engrandecimiento del yo para que escudados en creencias religiosas hacerse pasar por grandes y nobles señores. De esas argucias están repletos los infiernos. Precisamente varios de los detractores de los mal llamados decadentes se aferran a creencias más que a entender el momento social y cultural, ético y estético que asumieron en su radicalidad los poetas denostados. Puede ser un tanto neurótica (como dice Deleuze) la reacción pues lo es en verdad, dado que en una sociedad descompuesta, uno de los primeros elementos humanos que se trastornan es lo psicológico. Y, precisamente esos trastornos, esas perturbaciones son las que propician ciertas obras decisivas. Nadie escapa, menos un artista, a las sacudidas de la sociedad, de una sociedad como la capitalista y burguesa que sabe atropellar lo humano como nunca antes. Nuestro escritor acierta en lo general. Pero es necesario ir más al fondo de lo que él mismo entiende. Veremos.

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