Café con pan en Comitán

Luis Armando Suarez

  · martes 6 de marzo de 2018

El pan comiteco algo tradición en los altos de Chiapas.

En Comitán es un festejo consuetudinario la ocasiónde disfrutar, al atardecer, un cafecito con pan. Se va a lapanadería a adquirirlo al promediar la tarde; se recomienda nodemorar mucho para hacerlo puesto que si se llega tarde, ya estarámuy escogido y quizá no resulte una incursión del todosatisfactoria puesto que el resultado a la vuelta será una canastacon reducida variedad de piezas. En contraste, cuando se llega abuena hora, abundan las regañaditas, las costras, las trenzas, losrellenitos de queso bañados profusamente con azúcar o las semitasque nunca dejan de ser, con su chorrito de azucarada miel, laspreferidas de los paladares más experimentados.

El primer encuentro con el delicioso pan comiteco seda a través del olfato: al entrar a las rancias panaderías, dondede vez en vez se distingue el aroma de la caoba o del cedro que seincinera en una cámara ígnea en que se cocinan a brasa lenta laspiezas de pan, llegan como efluvios memoriosos los recuerdos denuestra infancia en que se nos enviaba, como mandado ineludible sila muchacha de casa faltaba, a la compra del pan que habría deengalanar la mesa y acompañar ufanamente el café del atardecer ode las primeras horas de la noche.

Viene a mi mente esa imagen proverbial del canasto depan sobre la mesa, cubierto de una impecablemente blanca manta,decorada de holanes, con que se salvaguardaba la limpieza y elcarácter inmaculado de aquel óbolo alimenticio que no iba, no,tan sólo directamente al estómago, sino llevando consigo previashumedades de café a nuestro paladar después de haberlo sopeadoreligiosamente, como en aguas lustrales, en el aromático. Habíaquienes de entre nosotros, que no habían recibido aún ladispensa maternal de beber café pero que lo hundíamos–debido anuestra corta edad pero llena ya de enorme deseo por hacerlo en lasoscuras aguas del café- en un vaso humeante de leche. Imperabaaún la creencia de que el café no era bueno para los niños. Esospequeños individuos que nos quedábamos viendo a los adultosdisfrutar de una bebida que no era adecuada aún para nosotros. Yocomenzaba a prefigurar ciertas manías imaginativas que meinducían a pensar en que el café quizá contenía ciertosalcaloides de una fuerte droga que resultarían letales paranuestras mentes niñas. Por eso cuando vi a mi padre darlepequeños sorbos de café a un mi sobrino muy querido en unpequeña tacita de peltre –tratábase de su primer nieto y se leconsentía a más no poder-, corría yo escandalizado a acusarlocon mi madre.

En mi largo periplo de estudiante y de habitante deotras ciudades y otras latitudes, siempre lo añoré y deboconfesar que nunca encontré -ni por indulgenciaintelectual-  algo parecido a ese pan de la casa materna; veníanfrecuentemente a mí esos armoniosos efluvios memorables de aquelpan que fue mi fiel compañero durante ese trayecto irrepetible delniño que corría presuroso a convertirse en adolescente.

Por eso también celebro la corta presencia en mivida –pero muy significativa- de un cierto pan de Zacatlánconque mi novia de aquella época, sin conocer aún de mí laleyenda doméstica del pan de mi terruño ni los incontablesepisodios de melancólica añoranza que me provocaba, acudía detarde en tarde a mi departamento de joven profesionista con unabolsita de papel de estraza repleto de aquel pan pueblerino. Algúntiempo después habría de conocer mi pueblo, la leyenda del pan ymis recurrentes atavismos infantiles. Y mi mal carácter que nodulcificó ni la presencia del pan. Después, a fuerza de serdomesticado, me volvió bueno como el pan.

Muchos años después y ya embebido en miobstinada  tarea de conocer a fondo la historia de Comitán,habría de descubrir en Savia India, Floración ladina,de Mario Humberto Ruz, en que trata el tema de las haciendascoloniales del entorno de Comitán y la incalculable riqueza de suspropietarios, la orden de predicadores dominicos,  cómo hubo unaépoca en que fue numerosa la presencia de molinos de trigo en lameseta comiteca puesto que dicho cereal fue cultivado aquí congran prodigalidad. El dato me impresionó. Ya no quedan vestigiosde aquello y a no ser por la acuciosa investigación de MarioHumberto Ruz, jamás habría sabido que los orígenes del pancomiteco no estaban en las bolsas de harina refinada que seadquirían en las tiendas de abarrotes sino de la simiente que fuecultivada profusamente en épocas pretéritas en las tierras quehoy no dan más que milpa y frijol coloradito y una que otracalabaza coloquíntida.

Por eso cuando en la actualidad voy en ciertasmínimas ocasiones a “mercar” mi pan con las hermanas Torres–son ocasiones de festejo nuevamente para mí puesto quesignifica que tengo huéspedes en casa, mis hermanos y susrespectivas familias regularmente, en que nos reunimos a tomarnuestro café con pan a contar historias como otros pueblos lohacen en torno a las narguilas ó a las tizanas, antropológicascostumbres inveteradas- no puedo evitar sino pensar en cómo llególa tradición del pan a Comitán y cuántas generaciones han pasadoamasando la bíblica harina de que estamos hechos, resguardando lareceta secreta de la casa, del salvadillo, de la cemita jesh, delmolde, de las trenzas y los palitos de queso, para que sigamosdisfrutando de los recuerdos de infancia, además de los aromas quellegan de distantes regiones de nuestra memoria y que hemos llevadoen nuestro interior surcando distintos mares, y que ahora, marineroen tierra nuevamente, aunque labrador de tempestades, nos llena latarde y la vida -el pan comiteco- plagado de un despliegueinusitado de sabores.

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