Alto, blanco, delgado y muy apuesto, heredero de una gran fortuna, Román hubiera podido ser el mejor partido de Tuxtla Gutiérrez, de no ser por sus extravagancias y por su obstinada actitud para no trabajar ni involucrarse en los negocios de su familia.
Paradójicamente, le encantaba gastar, comprar por compulsión, pagar las cuentas de sus amigos y conocidos en los mejores lugares, tener el reloj más caro, manejar los autos más lujosos y cosas por el estilo.
Seductor por naturaleza, vivía rodeado de las chicas más bellas de la sociedad, pero se cuidaba muy bien de no formalizar con ninguna. En realidad él las usaba para presumirlas, para lucirlas en las fiestas y en las reuniones, pero jamás llegó a interesarse por ninguna más allá de tener relaciones sexuales y de que los demás se enteraran de ello. Una vez logrado su fin, esperaba tranquilo a que se le acercara una nueva ilusa con fines de atrapar marido rico, para atraparla y llevársela a la cama. Las jóvenes, al percatarse de que no habría matrimonio, tomaban aquella experiencia como una afrenta, pero Román las encaraba y les hacía notar que jamás les había dado expectativas y que las que se habían acercado a él eran ellas.
Cuando cumplió cuarenta años de edad, el padre de Román le puso un ultimátum: o se incorporaba a las empresas de la familia o tendría que marcharse de su casa y dejaría de recibir la pensión que se le pagaba religiosamente para sus gastos.
Sin embargo, a él poco le importó ni se doblegó ante la amenaza, pues fue recibido amorosamente en la mansión de su abuela materna, quien dispuso que se le arreglara la mejor y más espaciosa de las habitaciones, se le asignara un nuevo cheque quincenal con cargo a la cuenta de la dama, y se le comprar un auto deportivo último modelo.
Román solamente cambió la casa de sus padres por la de su abuela, pero siguió siendo el niño mimado de siempre, al que solo le interesaba divertirse y pasarla bien. Obviamente, vivía rodeado de oportunistas interesados en ayudarle a gastar sus estipendios, además de otros buenos para nada con dinero, muy parecidos a él.
“Ya tienes cuarenta años cumplidos y no das señales de sentar cabeza”, le dijo su madre a Román por teléfono, para luego recordarle que todos sus primos hermanos ya estaban casados e iban por su tercer o cuarto hijo, mientras que él, el único varón de esa rama de la familia, ni siquiera tenía novia. “Te van a dejar chiflando en la loma si no te pones abusado”, le comentó con afán de picarle el orgullo, pero a él no le hizo mella alguna aquella observación, se sentía el favorito, el heredero por naturaleza de la tradición y los bienes de sus ancestros.
Pero Román no era hijo único, varios años menor que él, estaba Ana Laura, su única hermana. Rubia, delgada y de grandes ojos azules, la niña era una muñeca. Obviamente también era considerada una estupenda candidata para quien deseara hacer un buen matrimonio, pero ella era demasiado ingenua para pensar en ello, no sentía la necesidad de asegurar su porvenir uniendo su fortuna a la de otro heredero, pues había nacido rica, y toda su vida había sido rica, las cosas no tendrían porque cambiar.
Desde que se estableció en casa de su abuela, Román volvió más intensa su vida social. No le importaba recibir visitas a la hora que fuese, tenía a la servidumbre para servirlo y la casa era tan grande, que la señora ni se enteraba de lo que hacía su nieto, quien se dedicaba principalmente a beber, a fumar marihuana y a inhalar cocaína.
Sin que nadie lo percibiera, un muchacho obeso y moreno, con tipo de indio pero vestido como narcotraficante, se convirtió en uno de los amigos más allegados a Román. Se llamaba Ignacio y era hijo de uno de los políticos más importantes de aquella época, un abogado que tenía relaciones de amistad no solamente con el gobernador del estado sino con el mismísimo presidente de la república.
A Román le gustaba mucho la compañía de Ignacio, pues siempre tenía dinero al igual que él, era igualmente adicto al trago y a las drogas, y toleraba que Román se refiriera a él como “el naco”, “el negro”, “el plebeyo” y otros motes por el estilo. Pronto se hicieron los mejores amigos y era frecuente verlos juntos disfrutando de la vida y del dulce placer de no hacer nada.
A veces la desgracia se cuela en la vida de las personas por los lugares más inesperados, y en este caso la vía idónea fue cuando por azares del destino, Ana Laura conoció a Ignacio, cuando la chica fue de visita a casa de su abuela.
A pesar de ser prieto, panzón y antipático, a Ana Laura le simpatizó mucho el hijo del político, lo cual no pasó inadvertido para éste, quien empezó a cortejar sin decirlo a nadie, a la hermana de su amigo. Sin embargo, llegó el momento en el que las cosas no pudieron ocultarse más, e Ignacio se decidió a hablar con los padres de Ana Laura para pedir su consentimiento para aquella relación.
A pesar de no gustarles mucho el tipo racial de Ignacio, los padres de Román y Ana Laura aceptaron que él se convirtiera en novio formal de su hija, pues detrás del muchacho había mucho poder político, influencias y, sobre todo, dinero.
Quien no estuvo de acuerdo con el noviazgo fue Román, ya que consideraba que Ignacio lo traicionaba al pretender relacionarse con su hermana. Primero habló con Ana Laura para pedirle que cortara aquella relación, pero su hermana lo ignoró; entonces se presentó a sus padres y trató de hacerles notar que además de vago, briago y drogadicto, Ignacio era un indio ladino que solamente traería desgracias a su hermana.
Los padres trataron de hacerle notar que los tiempos no estaban como para fijarse en racismos idiotas, que en los tiempos modernos lo único que no podía perdonarse era la pobreza y que Ignacio era un hombre que tenía asegurada su fortuna hasta la cuarta o quinta generación de su descendencia.
La única persona que entendía los motivos de Román era su abuela, quien acariciándole la cabeza le dijo que contara con todo su apoyo para impedir aquella unión que manchaba el lustre de los apellidos de la familia. Sin pensarlo, Román manejó hasta la casa en que habitaba Ignacio, a quien encontró nadando desnudo en compañía de Ana Laura, y después de insultarlos trató de llevarse a su hermana por la fuerza. “Cálmate, Román, si sigues así voy a tener que llamar a mis guarros para que te saquen a patadas”, le espetó Ignacio, y éste, como toda respuesta, sacó una navaja de muelle que llevaba escondida en la guayabera, clavándosela una y otra vez a su amigo y cuñado, hasta que el pobre dejó de respirar.
El escándalo fue en silencio, pues involucraba a personajes de dos de las familias más connotadas de Chiapas, y no se publicó una sola letra al respecto en la prensa. Ignacio fue velado y sepultado con la mayor discreción, y Román, en lugar de pudrirse en la cárcel, terminó sus días en un manicomio de lujo en el que lo atiborraban de ansiolíticos, para tratar de que, por lo menos, viera con optimismo lo acontecido.