/ jueves 29 de noviembre de 2018

Ardiente Secretaria

Desde que cumplió 18 años, Adelina cumplió uno de sus más anhelados sueños: entrar a trabajar como empleada en una oficina de gobierno.

La breve carrera comercial que había cursado después de la escuela secundaria le sirvió para obtener el nombramiento de “auxiliar administrativo”, pero ella, muy oronda, se autodefinía como “secretaria taquimecanógrafa bilingüe”, con un dominio del inglés al cincuenta por ciento.

Sin ser una reina de belleza, Adelina tenía esa gracia que solamente concede la juventud, y ella sabía usarla para agradar, para gustar, para arribar, para conseguir lo que quería.

En primer lugar, consiguió que el director general ordenara a todos los empleados que se refirieran a ella como su “secretaria auxiliar”, lo cual no era ni remotamente cierto, pues la joven no sabía escribir a máquina ni tomar dictados.

En segundo lugar, Adelina consiguió que Archibaldo, otro auxiliar administrativo, se enamorara perdidamente de ella hasta el grado de pedirle matrimonio. Ella aceptó naturalmente, pero con la condición de que Archibaldo la dejara seguir trabajando mientras no tuvieran hijos, pues el sueldo de uno solo de ellos no alcanzaba para que pudieran subsistir los dos.

La boda se celebró por todo lo alto en el templo de El Niño de Atocha, hasta cuyo altar mayor llegó la novia, cubierta de gasas, velos, lentejuelas y pedrería. El padrino de banquete fue el jefe de la oficina, y después de la ceremonia los invitados se fueron a celebrar a un salón de fiestas con jardín, en donde se ofreció un banquete, amenizado con un alegre tecladista que sabía muy bien animar el ambiente.

Después de la luna de miel, que fue en el puerto de Veracruz, Adelina y Archibaldo regresaron a Tuxtla Gutiérrez, y se establecieron en el pequeño departamento de dos piezas que habían alquilado en el centro, cerca del mercado, pero no tanto.

Recién bañada y perfumada, la pareja se presentaba muy puntual en la oficina para checar su tarjeta en tiempo, y luego cada uno se hacía cargo de sus obligaciones. Archibaldo se ocupaba de cuidar que el automóvil del licenciado estuviera en perfectas condiciones, mientras su flamante esposa se esmeraba en el arte de hacer como que trabajaba sin estar realmente haciendo nada.


Ilustración: Alberto Vargas (Ca. 1945)


Era obvio que al jefe le gustaba Adelina, por lo que, de acuerdo a una inveterada costumbre no legislada, se la llevó a la cama con la mayor facilidad del mundo, advirtiéndole que le caía bien, que le gustaba como hacía el amor, pero que no por eso dejaría de ser simplemente una más de sus secretarias. La chica comprendió muy bien lo que se le dijo y actuó en consecuencia. No esperaba nada que la favoreciera por haberse acostado con el director, pero sentía que aquello le daba cierta inmunidad contra las viperinas acciones de quienes, como en todos los ambientes burocráticos, querían verla derrotada.

No obstante, el haber sostenido relaciones sexuales con dos hombres distintos, despertó en Adelina un apetito hasta entonces dormido en ella. Y así, sin querer, pero queriendo, empezó a tener sexo con casi todos los varones de la oficina, tratando de que Archibaldo no se diera cuenta.

Para su esposo, Adelina seguía siendo la aplicada mujer casada que cumplía a tiempo con sus obligaciones, que cuidaba de él, que le hacía la comida, que le lavaba la ropa y que aceptaba compartir con él su salario para elevar su nivel de vida.

Por lo general, cuando se comete un adulterio el último en enterarse es el cónyuge traicionado, y eso le pasó a Archibaldo. Una mañana de tantas, la señora que se encargaba de hacer ventas por catálogo a los empleados, le dijo muy seriamente que Adelina lo engañaba y que si quería comprobarlo, solamente tenía que ir a espiar al hotel “Japón”, que quedaba muy cerca, para ver salir a su esposa del cuarto al que se había metido quince minutos antes con el jefe del archivo muerto.

Enardecido pero incrédulo, Archibaldo se dirigió al hotel que le había dicho la mujer, y desde la calle pudo ver a Adelina salir del establecimiento, acompañada de Caralampio, el comiteco que lustraba el calzado del director y de los demás jefes.

El golpe fue brutal, Archibaldo no volvió de momento a la oficina, en lugar de ello se metió a una cantina diurna y se bebió una botella de tequila él solo. Era tan grande su pena y tan cruel su decepción, que terminó hablando solo, ante la mirada divertida de los demás parroquianos.

Cuando faltaba media hora para que sonaran las tres de la tarde y los empleados de las oficinas empezaran a salir para ir a comer, el joven engañado se presentó borracho en la oficina y se plató frente al escritorio de su esposa “¿qué te pasa Archi?, traes cara de bolo”, alcanzó a decir Adelina a su marido, antes de que éste le pegara cuatro tiros de muerte sin mediar explicaciones. La confusión se generalizó y cuando el jefe de personal le preguntó al homicida el por qué había masacrado a su esposa, por toda respuesta Archibaldo se llevó la pistola a la sien y se voló la tapa de los sesos.

“Eso suele sucederle a las mujeres que no respetan a sus maridos”, comentó displicente Caralampio cuando en una sobremesa le preguntaron su opinión sobre la tragedia.